Dos
Hoy
he acompañado a Fenj al aeropuerto. Es triste reconocerlo: siento alivio. Los
meses sin él en casa se presentan como vacaciones en el campo. Pienso en un
campo en primavera. El trigo crecido, a la altura de los hombros. Un camino de
tierra que se bifurca. Un muro de piedra medio derruido. El zumbido de los
insectos, el gorjeo de los pájaros. Saborear un té sentado en el porche.
Observar como la luz va menguando gradualmente más allá de las montañas. Su
contorno grisáceo, su interior renegrido. Un libro en el regazo, por ejemplo,
éste que ahora mismo descansa junto al teclado, La comemadre, del argentino Roque Larraquy. Por lo demás, sigo
preparando las clases. El curso empieza en octubre. Un mes. Tantas horas por rellenar.
Sigo dándole vueltas. Anoche escuché dos cuentos de Chéjov. Los cuentos
escuchados (no leídos) adelgazan. Se le sustrae al cuento los límites del
párrafo y de algún modo se diluye. Imagino palabras sobrevolando mi cama,
disolviéndose en el aire de la habitación. Así me duermo. Por la mañana, paso a
por Fenj y me dirijo al aeropuerto. Atasco. Un accidente. Poca cosa. Por
suerte, no pierde el vuelo.
La
perfección formal es cosa de artesanos; el auténtico artista busca algo más. No
es que no se conforme, es que se la suda. Ese algo más está reñido con la
perfección formal (sutil o frontalmente). Trata de explicar esto, profesor.