Siete
«Sé
dónde encontrarte, profesor», ha escrito. Joder. Me está vacilando, seguro que es
eso. Nadie se pone así por una mala crítica, ¿no? Tal vez no haya sido tan
buena idea aceptar lo del curso. Me imagino a una decena de alumnos enfurecidos
persiguiéndome por las calles de Palma. Mierda. Vuelvo a leer el mensaje. Me
voy a su perfil de Facebook. Vive en Valencia, menos mal. Aunque es posible que
la información no esté actualizada. Lo bloqueo. Lo elimino. Dejo el móvil y
salgo al jardín. Antes me paro en la cocina. Me apetece tomarme una cerveza. Mi
mujer y mi hija saltan en la cama elástica. Está oscureciendo. ¿Y si de pronto
irrumpe en casa con una sierra mecánica o un bidón repleto de gasolina? Debo
controlar mi imaginación. Demasiadas películas. Abandono el jardín y me instalo
frente al ordenador. Me pongo a teclear para relajarme. Escritura como sinónimo
de masturbación, etc.
Escribo
en primera persona. Conviene no variar mi forma de decir. Es un punto de vista
limitado, lo sé. No puedo meterme en el pellejo de otro. Es un alivio. Ya tengo
suficiente con el mío. Este es mi mundo. Puedo especular sobre las motivaciones
del poeta honesto, pero su cabeza me está vedada. Hay lugares en los que es
mejor no entrar. También puedo decir que en mi cabeza caben todas las cabezas.
Demasiado engreído tal vez. Escribir en primera persona hace que el lector se
sienta más cerca del narrador. ¿Puedes tocarme? ¿Hueles mi aliento? Soy el
narrador pero también el escritor. Me llamo Javier Cánaves. ¿Autoficción? En El Aleph, el narrador se llama Borges.