lunes, 21 de agosto de 2017

El trampolín

(Agosto)

Hubo un tiempo en que me sentía irremediablemente atraído por el mundo de la caza. Ignoro por qué. Algún cuento leído durante mi primera infancia, alguna película vista en una de esas interminables tardes estivales, quién sabe. No es que me escapara de casa a la menor oportunidad para satisfacer ese afán de aventura y peligro que de manera inconsciente asociaba a la palabra “caza”. Ya entonces prefería encerrarme en mi habitación para improvisar argumentos en los que, invariablemente, me veía en la tesitura de tener que salvar a la mujer de mi vida –y ya de paso a la humanidad entera– de una muerte segura. Por supuesto, si mi vida no corría peligro, la cosa carecía de gracia.
  Pero todo cambió el día que un amigo puso en mis manos un fusil –­así lo llamó– de pesca submarina.
  Aquel verano, mis padres habían alquilado un apartamento en Sa Ràpita. Era la primera vez que veraneábamos en aquel lugar, un pueblo costero de calles rectas, idénticas entre sí, sin árboles ni una mísera iglesia que sirviera de centro de reunión. Los días se estiraban como chicles pegados a las suelas de nuestras chanclas. Los meses de julio y agosto siempre han sabido cómo deformar el contorno de las cosas. Todo se estira o se vuelve pegajoso. Permanecer conmigo mismo, a solas, era casi tan desolador y nocivo como permanecer junto a mis padres. 
  Casi todas las tardes me acercaba a las rocas donde se encontraba el trampolín. Acudía allí con la esperanza de trabar amistad con alguno de los chicos del pueblo. Pero aquella tarde fui con Diego, el elegido para ser mi salvador. Recurrí a él porque, entre mi grupo de amigos del colegio, era el único que había manifestado su predisposición a visitarme y porque, además, sus padres mantenían buenas relaciones con los míos.
  Diego, pese a sus doce años, era todo un experto en pesca submarina. Era capaz de pasarse la tarde entera sumergido en el agua. En más de una ocasión, de manera disimulada, escruté su cuerpo en busca de escamas o el indicio de branquias o aletas. Sus pulmones y su paciencia merecían un monográfico en alguna revista especializada en el asunto. Durante sus prolongadas inmersiones, me preguntaba si había sido una buena idea invitarlo a pasar unos días con nosotros. Estar con mi amigo y estar solo eran prácticamente la misma cosa. Por eso me alegré tanto cuando propuso enseñarme a pescar.
  Nos recuerdo en el embarcadero donde la gente extendía sus toallas, el mismo lugar desde el que tantas veces había contemplado la monotonía aplastante del cielo. Allí me explicó los rudimentos básicos del oficio: cómo cargar el fusil, por dónde moverse, la cantidad de paciencia necesaria para el buen desempeño de la tarea y, finalmente, cómo apuntar y disparar.
  Entré al mar con el fusil cargado, lleno de ilusión, pero a los diez minutos ya empezaba a añorar la áspera caricia de las rocas en mi culo. Las algas del fondo, perezosas, se burlaban de mí, y un inicio de calambre coqueteaba con mi pantorrilla izquierda cuando, de pronto, surgido de las profundidades, vi al pez. Aquel ser se desplazaba con una naturalidad y una parsimonia que me resultaron extraterrestres, del todo envidiables. Había llegado la hora de poner fin a aquel sinsentido.
  Pasé por alto los consejos de mi amigo. Lo apremiante en aquel momento era regresar a las rocas, ver si alguno de los chicos o las chicas que por allí recalaban todas las tardes –pensaba en una chica en concreto, la del bañador azul, de una sola pieza, como de nadadora profesional– se apiadaban de mí. Disparé sin pensarlo, sin apuntar, como el que arroja una colilla recién apurada en un callejón repleto de ellas. Nunca fue más amarga la llamada suerte del principiante.
  Salí del agua abatido, con aquel pececillo atravesado por mi arpón. El efecto lupa de las gafas de buceo lo habían transformado en una especie Moby Dick. Todavía boqueaba cuando lo liberé del hierro que casi lo parte por la mitad. Parecía pedirme explicaciones, o hacer volutas invisibles con su último aliento. Vi que Diego se acercaba a toda prisa para ver qué había cazado. Lancé al mar, lo más lejos que pude, aquel pez agonizante. Que al menos muriera en su terreno, con los suyos.
  -¿Qué pescaste? –preguntó Diego una vez a mi lado.
  -Nada, no era nada –dije.
  -¿Nada?
  -Un trozo de alga, creo. Me confundí.
  -Suele pasarle a los novatos, no te preocupes –trató de tranquilizarme mi amigo.
  Asentí y desvié la mirada hacia el mar.
  -Tienes los ojos rojos –advirtió Diego.
  Yo seguía con la vista clavada en el horizonte. Oía los gritos de los chicos que en aquellos momentos saltaban desde el trampolín. Eran como las voces del televisor que llegaban a mi cuarto cuando me encerraba para inventar historias. Desde que tengo uso de razón, me gusta encerrarme para improvisar cuentos. Por lo demás, aquel verano terminé conociendo a la chica del bañador azul. Cayó sobre mí por accidente, o eso al menos es lo que dijo. Yo pasaba por debajo del trampolín cuando ella saltó. Diego ya había regresado con sus padres y yo ya había desechado la idea de convertirme en cazador. La acompañé varias tardes hasta su casa. Me gustaba pasear a su lado. Me hacía sentir especial, como un intrépido explorador adentrándose en un continente ignoto. No recuerdo si llegamos a despedirnos el día antes de mi partida. No recuerdo el portal de su casa, ni siquiera su nombre. Recuerdo el bañador azul, y la emoción ante la posibilidad de agarrar su mano, y el zumbido de aquellas tardes eternas, mientras daba mis primeros pasos por aquel mundo incipiente, aún por devastar.