(Agosto)
Hubo un tiempo en que me sentía
irremediablemente atraído por el mundo de la caza. Ignoro por qué. Algún cuento
leído durante mi primera infancia, alguna película vista en una de esas
interminables tardes estivales, quién sabe. No es que me escapara de casa a la
menor oportunidad para satisfacer ese afán de aventura y peligro que de manera
inconsciente asociaba a la palabra “caza”. Ya entonces prefería encerrarme en
mi habitación para improvisar argumentos en los que, invariablemente, me veía
en la tesitura de tener que salvar a la mujer de mi vida –y ya de paso a la
humanidad entera– de una muerte segura. Por supuesto, si mi vida no corría
peligro, la cosa carecía de gracia.
Pero todo cambió
el día que un amigo puso en mis manos un fusil –así lo llamó– de pesca
submarina.
Aquel
verano, mis padres habían alquilado un apartamento en Sa Ràpita. Era la primera
vez que veraneábamos en aquel lugar, un pueblo costero de calles rectas,
idénticas entre sí, sin árboles ni una mísera iglesia que sirviera de centro de
reunión. Los días se estiraban como chicles pegados a las suelas de nuestras
chanclas. Los meses de julio y agosto siempre han sabido cómo deformar el
contorno de las cosas. Todo se estira o se vuelve pegajoso. Permanecer conmigo
mismo, a solas, era casi tan desolador y nocivo como permanecer junto a mis
padres.
Casi todas las
tardes me acercaba a las rocas donde se encontraba el trampolín. Acudía allí
con la esperanza de trabar amistad con alguno de los chicos del pueblo. Pero
aquella tarde fui con Diego, el elegido para ser mi salvador. Recurrí a él
porque, entre mi grupo de amigos del colegio, era el único que había
manifestado su predisposición a visitarme y porque, además, sus padres
mantenían buenas relaciones con los míos.
Diego,
pese a sus doce años, era todo un experto en pesca submarina. Era capaz de
pasarse la tarde entera sumergido en el agua. En más de una ocasión, de manera
disimulada, escruté su cuerpo en busca de escamas o el indicio de branquias o
aletas. Sus pulmones y su paciencia merecían un monográfico en alguna revista
especializada en el asunto. Durante sus prolongadas inmersiones, me preguntaba
si había sido una buena idea invitarlo a pasar unos días con nosotros. Estar
con mi amigo y estar solo eran prácticamente la misma cosa. Por eso me alegré tanto
cuando propuso enseñarme a pescar.
Nos
recuerdo en el embarcadero donde la gente extendía sus toallas, el mismo lugar
desde el que tantas veces había contemplado la monotonía aplastante del cielo.
Allí me explicó los rudimentos básicos del oficio: cómo cargar el fusil, por
dónde moverse, la cantidad de paciencia necesaria para el buen desempeño de la
tarea y, finalmente, cómo apuntar y disparar.
Entré
al mar con el fusil cargado, lleno de ilusión, pero a los diez minutos ya
empezaba a añorar la áspera caricia de las rocas en mi culo. Las algas del
fondo, perezosas, se burlaban de mí, y un inicio de calambre coqueteaba con mi
pantorrilla izquierda cuando, de pronto, surgido de las profundidades, vi al
pez. Aquel ser se desplazaba con una naturalidad y una parsimonia que me
resultaron extraterrestres, del todo envidiables. Había llegado la hora de
poner fin a aquel sinsentido.
Pasé
por alto los consejos de mi amigo. Lo apremiante en aquel momento era regresar
a las rocas, ver si alguno de los chicos o las chicas que por allí recalaban
todas las tardes –pensaba en una chica en concreto, la del bañador azul, de una
sola pieza, como de nadadora profesional– se apiadaban de mí. Disparé sin
pensarlo, sin apuntar, como el que arroja una colilla recién apurada en un
callejón repleto de ellas. Nunca fue más amarga la llamada suerte del
principiante.
Salí
del agua abatido, con aquel pececillo atravesado por mi arpón. El efecto lupa
de las gafas de buceo lo habían transformado en una especie Moby Dick. Todavía
boqueaba cuando lo liberé del hierro que casi lo parte por la mitad. Parecía
pedirme explicaciones, o hacer volutas invisibles con su último aliento. Vi que
Diego se acercaba a toda prisa para ver qué había cazado. Lancé al mar, lo más
lejos que pude, aquel pez agonizante. Que al menos muriera en su terreno, con
los suyos.
-¿Qué
pescaste? –preguntó Diego una vez a mi lado.
-Nada,
no era nada –dije.
-¿Nada?
-Un
trozo de alga, creo. Me confundí.
-Suele
pasarle a los novatos, no te preocupes –trató de tranquilizarme mi amigo.
Asentí
y desvié la mirada hacia el mar.
-Tienes
los ojos rojos –advirtió Diego.
Yo
seguía con la vista clavada en el horizonte. Oía los gritos de los chicos que
en aquellos momentos saltaban desde el trampolín. Eran como las voces del
televisor que llegaban a mi cuarto cuando me encerraba para inventar historias.
Desde que tengo uso de razón, me gusta encerrarme para improvisar cuentos. Por
lo demás, aquel verano terminé conociendo a la chica del bañador azul. Cayó
sobre mí por accidente, o eso al menos es lo que dijo. Yo pasaba por debajo del
trampolín cuando ella saltó. Diego ya había regresado con sus padres y yo ya
había desechado la idea de convertirme en cazador. La acompañé varias tardes
hasta su casa. Me gustaba pasear a su lado. Me hacía sentir especial, como un
intrépido explorador adentrándose en un continente ignoto. No recuerdo si
llegamos a despedirnos el día antes de mi partida. No recuerdo el portal de su
casa, ni siquiera su nombre. Recuerdo el bañador azul, y la emoción ante la
posibilidad de agarrar su mano, y el zumbido de aquellas tardes eternas,
mientras daba mis primeros pasos por aquel mundo incipiente, aún por devastar.